"Sólo hacen falta dos cosas para escribir: tener algo que decir, y decirlo." Oscar Wilde

sábado, 6 de diciembre de 2014

San Agustín, el faro de Occidente

Si alguna vez Buda fue conocido como «la luz de Asia», San Agustín de Hipona también lo fue como «el faro de Occidente»; el hombre más sabio de su época, grandísimo filósofo, ejemplar cristiano, influyente pensador. Él es el arquetipo del converso, del infatigable buscador de la verdad, de la persona escindida entre la llamada de lo terreno y la llamada de lo divino. De él se ha dicho que fue el más santo de los humanos, y el más humano de los santos. Vamos a dar unas breves pinceladas de su vida y de su obra, ya que son dignas de ser recordadas.

San Agustín de Hipona


Nació en la antigua ciudad romana de Tagaste, en el norte de África, en el año 354 d.C. Hijo de un pagano y de una devota cristiana (Santa Mónica). Según la costumbre de la época, no fue bautizado de niño, ya que los padres esperaban a que el hijo fuese mayor de edad para decidir él mismo su propio credo; no obstante, la figura de su madre y su afán por convertirlo al cristianismo, tuvieron una influencia decisiva en su vida.

Su infancia y juventud están marcadas por la rebeldía y por el vicio; también por el estudio, ya que sus padres pusieron mucho empeño en que se formara en las mejores escuelas de la zona. Sus estudios lo llevaron a Cartago, donde comenzó a despuntar como retórico. Allí también tuvo a su único hijo, Adeodato.

A los diecinueve años la lectura del Hortensius de Cicerón (texto lamentablemente perdido que no ha llegado hasta nosotros) le marcó profundamente y cambió el rumbo de su vida. En él descubrió la filosofía, y desde entonces consagró su vida a la búsqueda de la verdad. En aquel entonces abrazó el maniqueismo, y durante varios años, para horror de su madre que veía su alma perdida, fue un fervoroso seguidor y apostol de esta religión. La religión de Manes provenía de Oriente, de marcada liberalidad y dualismo, aglutinaba una mezcla de conocimientos de muchas tradiciones, incluida la astrología.

Su afán insaciable por buscar la verdad lo llevó a Roma y a Milán, donde destacó como retórico. Su madre lo siguió en sus viajes, a pesar de que Agustín trataba de darle esquinazo. Poco a poco fue abandonando el maniqueísmo, y de ahí pasó al escepticismo, al no encontrar la verdad que tanto anhelaba. En Milán descubre los escritos de Plotino y se identifica con el neoplatonismo, filosofía que influirá profundamente en toda su obra posterior. Allí también conoce a San Ambrosio, el obispo de Milán, y le introduce en los escritos de San Pablo, que incendian algo dormido en su corazón.

Si Agustín ha llegado hasta nosotros con el epíteto de «San», es probablemente debido a Santa Mónica, que no fue santa hasta después. Su madre lloró y lloró por su hijo, oró y oró hasta ver su sueño cumplido, el ver a su hijo convertido al cristianismo. Ese hecho sucedió en el año 387, cuando San Agustín contaba con 33 años de edad. Fue bautizado por San Ambrosio y desde entonces, la vida de nuestro protagonista cambió para siempre. Aurelius Augustinus pasó de ser un gran filósofo neoplatónico a uno de los más importantes Padres de la Iglesia, a una de las figuras más importantes del pensamiento cristiano, y por ende, del devenir de la historia de Occidente.

Su incansable búsqueda de la verdad llegó a su meta cuando descubrió a Dios; Dios era el ingrediente que faltaba en su vida; Dios era lo que no había podido encontrar en la filosofía. «Inquieto está nuestro corazón hasta que descansa en ti», escribió tras su hallazgo.

Después de su conversión volvió al norte de África, y poco tiempo después se convirtió en el obispo de Hipona. Desde ahí hasta el final de sus días, su vida está cargada de acción. Escribió más de 200 libros, cuidó y aconsejó a miles de personas. Le tocaron tiempos convulsos... Fue testigo de la caída del Imperio Romano, cuando Alarico, el rey de los vándalos, invadió la Ciudad Eterna. Murió en Hipona, en un asedio de los vándalos, no sin antes haber dado grandes muestras de humanidad y caridad. Si grande fue su sabiduría, también lo fue su amor.

Caída del imperio romano

«Ama y después haz lo que quieras», era su máxima. Él fue «la luz de Occidente», sabio, amable, dispuesto a abrir su puerta a todo el que la tocaba. Nos dejó dos grandes obras como legado, sus Confesiones, una de las primeras autobiografías de la historia, en la que nos narra su vida y desnuda su alma ante Dios; y La ciudad de Dios, su obra cumbre, donde expone que la fe y la razón son compatibles. Él conjugó la filosofía helenística con el cristianismo. Esto solo lo pudo haber hecho alguien de su estatura: un filósofo extraordinario tocado por la llamada de lo divino.

Roma cayó, pero Agustín vivió..., y durante casi mil años su influencia fue notable en toda Europa, hasta la llegada de Santo Tomás de Aquino, que sustituyó el pensamiento de corte platónico de Agustín, por el suyo de corte aristotélico..., pero esto ya es otra historia.

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